Verde. Poemas que contienen el color de lo cercano, del afecto, de lo que envuelve, de lo que palpita y empapa. Hierba, suelo, pecho… todo está coloreado; son como olas que se expanden…
Y vi una hoja verde que hablaba con los grillos y también con los felinos; tenía matices de Corintio y una voz de pito; y con un redoble trino susurraba a gritos:
“Soy el ojo del huracán que conoce a los ancestros pues soy amiga de los abetos y de todos los esqueletos.
Murieron hace milenios y ahora están muy quietos siempre sobre en un ruego que se sumerge en el suelo”
Y la tierra se abrió y me mostró un agujero que no era yermo; tenía una tablilla escrita con mis siglas.
Y allí estaba madre tierra con su figura descubierta, tenía la mano abierta y en ella había una promesa:
“No es el tiempo lo que te preocupa, sino que ya no eres oruga; tampoco tienes arrugas, se acabaron las excusas”
Y anduve por el camino de los árboles como si estuviera en trance, estaba hecho de sueños y despertares que brillaban entre los maizales.
“Esta es tu nueva figura que vive de la escritura, ya no hay lucha, sino suma holgura.
Así que escucha, no hay campos invernales, solo dorados trigales. Coge tu pluma, esa que susurra nuevas realidades y despliega tu arte”
Y miré a la hoja verde que cantaba un sainete, estaba contenta encima de la maleza, hacia el pino y susurraba a los grillos y de vez en cuando soltaba algún grito.
Y vi en el horizonte un narciso solo y desabastecido y fui a llevarlo a un bosque que me era muy querido, cerca de un alcornoque que tenía tres o cuatro nidos y se sentía como un roble allí en medio del camino.
Y graznaba como un estornino al mundo de los hombres en mitad del campo vespertino, pues tenían que soltar su voces y escapar por fin de su delirio.
Y nada más verme me dijo: “Ya no hay ningún escondrijo, finalizado está este periplo, extiende tus brazos enjutos y mira los suculentos racimos. Ya están dando sus frutos, ya viene todos juntos, ya están todos unidos, como un torrente colorido y como una tarde en el circo.
No olvides lo que has sido y sal de ese campo de espinos que no te hacen bien sino esquivo. Y mira ya el río de tus letras que rompe todas las grietas y abre la realidad entera. Ellas te tratarán con mimo pues viene cargadas de trigo y de color verde pino. Ellas serán tu emblema y caminarán por la tierra, darán de beber a los hijos y a todos los niños. Y de nuevo abrazarás el árbol que tanto has querido.”
Y el poeta salió del cobertizo para por fin andar el camino y camino con los estorninos hacia su más verde destino, mirando al alcornoque y a todos sus nidos. Y recogió de nuevo su narciso que era bello y lucido para ser él mismo, como siempre había sido.
Y despertó de un sueño largo y profundo que había durado toda la noche o tan solo un minuto.
Y cambió el mundo; tal y como lo conocíamos, se había vestido de luto. Sin previo aviso; sin un último saludo. No más excusas, no más bulos. Este es el momento o no habría ninguno.
Se había vuelto frío, se había vuelto duro. Y todas las almas se agolpaban frente a un muro que rodeaba una cadena hecha de oro puro; tan reluciente e intensa como el telurio.
Y se abrió una compuerta que bajaba al inframundo con una pared llena de moscas que estaba hecha de estuco.
Y allí bajaron muchos en busca de un susurro para salir de dudas y poner luz en lo oscuro.
“Exigimos una explicación” gritó de pronto el vulgo. “Esto no hay quien lo aguante ¿Por qué nos trata como vagabundos?”
“Si estábamos muy tranquilos, estábamos cada uno en lo suyo. Sin molestar a nadie todos aquí muy pulcros.”
“Y ahora vienes hablarnos del saber profundo, de miradas inertes y otros falsos conjuros.”
“¿Para qué tanto lío, para qué este negro humo, ahora quieres cambiarlo todo justo antes del crepúsculo?
“No hay otra forma, es hora de deshacer el nudo, de acabar con la maquinaciones de este falso culto, de deshacer las mentiras que engordan el orgullo. Es hora para dar el salto, es hora para estar todos juntos y mirar de lleno muy adentro del muro. Y nos daremos las manos y seremos más justos, y miraremos a la tierra como si solo fuéramos uno. Y el verde repoblará, se acabará el ayuno, estaremos todos saltando sin ser unos reclusos. Y las flores renacerán al igual que los arbustos y los pájaros volaran dejando pequeños surcos. Ya nada nos detendrá en este nuevo impulso, en este brote de aire fresco que oxigenará el mundo.”
Un topo decidió asomar la cabeza pues tenía mucha destreza y lo que allí percibió, la verdad que fue desolador.
Un mundo mugriento, un mundo precoz donde todos los habitantes trabajaban de sol a sol. Encerrados en cajas, perdidos en su dolor, como una marea nauseabunda de esclavos de Tutankamón.
¿Y qué ha pasado desde que se esfumó el amor? Si antes estaba por todos lados hasta el último rincón, brincando de un lugar a otro como una iguana o un tejón. Era tan verde y rosado entre notas de corazón, que se destilaban en el pecho antes de darle un toque azulón. Así que salió de su cueva y de verdad que cantó, cantó por toda la tierra con su voz de tenor y se le unieron unas soprano que salieron de un radiador unas ranas saltarinas que también tocaban el acordeón. Y allí montaron una orquesta y leyeron un pregón que decía algo así: no solo salgas de juerga y mira el interior que es allí donde está la fiesta y el sonido del tambor. Allí donde baila la pantera con ritmos de color una balada de silencio que culmina este clamor.
Y la tierra empezó a sanar pues ya había pasado el monzón, había llorado sobre la hierba y liberado su dolor. Cósmica era la pradera más alto su fervor, pues el topo había visto la morera que habitaba en su interior.
Las montañas se movieron y los lagos se secaron pues no había aves más allá del altiplano, aquellas que volaban en redondo con las alas amarillas y los picos apagados.
Aves que gritaban al unísono a las flores de verano delirios de tormenta y cantos de colapso.
Pero el torrente de un gran mazo corrió por la cordillera, tan ancho como un canario, para beber de las lomas su brebaje dromedario.
Y allí entre el verde
y los cantos
se originó un gran pájaro,
con forma de montaña
y un color terráqueo,
que se hizo tan grande
como un cisne alado.
y voló por los mundos
para conocer los astros.
Y bailó entre agujeros negros y otros enigmas ingrávidos, llegando la límite de los mundos donde estaba el venerado.
Y este le preguntó, nimio y parco: “¿Por qué has tardado tanto? ¿Todo este tiempo, dónde has estado?”
“He recorrido galaxias, he visto milagros pero sigo sin entender este plan macabro.”
“No hay nada que entender, mi querido pájaro. Sólo has de volver a donde todo fue empezado.
Al confín de los mundos,
al origen lejano,
donde el tiempo se para
en el arco de Sagitario.
Allí las aves beben y todos los montes son sagrados, acariciados por lombrices, pulgas y lagartos.
No temas pues es el amor el que recubre el kaos, y aunque no lo entiendas nada de esto es vano.
Abre tu pecho, expira cada palmo. Pues en esta obra majestuosa todos tocamos el órgano.”
Y el pájaro asintió, ya no quedaba reclamo. Sólo podía creer y continuar volando.
Y así lo hizo
por milenios milenarios,
épocas de especies
y de otros tantos.
Y al fin volvió a la tierra, tras muchos, muchos años. Vestido con plumas verdes como un jilguero bravo.
Y clavó sus patas en Pangea, allá donde todo fue narrado, susurrando a los vientos plantado como el Kilimanjaro.
Y cuando mira al cielo y se acuerda del sabio, canta a los monzones leyendas de grajo sobre lagos azules y montes sagrados, que están flotando detrás del páramo.
Donde están los gamos y los animales pardos. Aquellos que fueron creados por un soplo primario; nada más acabar la primavera, nada más llegar el verano.
Los gnomos del parque están en todas partes: en los alcornoques, las bayas y los matorrales; y cuando bajan al suelo o se caen de los árboles, corretean entre los niños cerca de los toboganes.
Los gnomos del parque temen al pie grande, ese pie gigante del que hay que huir para que no te aplasté. “Es la suela del hombre y la pisada menguante.”
Los gnomos del parque hablan de la leyenda de un gran alce que se ve entre los pinos los martes por la tarde y van en su búsqueda entre palmas y cantes.
Y se encuentran un duende con careta de ángel que canta como un pájaro un montón de disparates.
Y les muestra una esmeralda de un verde brillante, tan grande como una roca oculta entre el follaje.
Y la tocan con sus dedos, con sus pequeñas falanges, para entrar en otra dimensión más allá del verde cuadrante.
Y vuelan por los aires e incluso hasta se deshacen, uniéndose a ese verde corazón que palpita en la gran madre.
Y cuando vuelven al parque y salen del trance tienen la cara pintada como en una fiesta de disfraces.
Los duendes del parque, pequeños gigantes que están en todas partes. Allí, entre las setas, los matojos o los perales y cuando cae la tarde corretean entre los niños con sus verdes trajes.
Gracias a diego_torres por la foto.
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